lunes, 8 de septiembre de 2008

El gusano naranja de la gran ciudad



El Transporte Colectivo Metro de la Ciudad de México transporta diariamente alrededor de 3 millones 882 mil181 personas, que entre las 11 líneas recorre 39 millones 439 mil 353 kilómetros y presta servicio los 365 días del año.

Imaginen entonces las miles de historias que hay a diario en ese lugar. El amanecer para los cientos de seres humanos que día a día utilizan el metro es casi igual. En las mañanas, todos aquellos seres que conviven por lo menos media hora sin siquiera conocerse, desean encontrar un vagón de metro vacío –o por lo menos un lugar en el que ellos entren— para poder llegar a tiempo al trabajo, a la cita, a la escuela o algún lugar. Los miles de pies que presurosos desean ser más rápidos que los que se encuentran adelante, tropiezan una y otra vez deseando llegar a la puerta del metro. El caos llega puntualmente. Cientos de mujeres corren para no llegar tarde al trabajo o para dejar a tiempo a sus hijos en la escuela. Los policías, deseosos de no lidiar con un eventual problema, tratan de controlar a la multitud que, exigente, necesita entrar al metro que acaba de llegar. Los hombres pretenden pasar desapercibidos para subirse a los vagones exclusivos para mujeres porque saben que van más vacíos, o al menos es lo que ellos piensan. Los golpes, manoseos y gritos nunca faltan en las mañanas. Íncreiblemente, las puertas diseñadas para abrirse y cerrarse exclusivamente, contienen el peso de miles de personas que, en su afán por tomar el metro, entran a como dé lugar sin importar la leyenda que temerosa advierte por su seguridad no se recargue en las puertas. Pero nada pasa entre una estación y otra.

Los olores se mezclan y hacen una singular fragancia que no se puede describir, pero que muchos saben a qué se debe. Los hombres sudan copiosamente y no lo pueden evitar, su camino es largo y muchos de ellos tienen que tolerar golpes en la cara, empujones, respiraciones cerca de ellos, malos humores, odio, alegría, frustración...

No conforme con el caos generado por hombres y mujeres que ya están arriba del vagón, llegan los inigualables comerciantes ambulantes que con morral en la espalda, bocina al frente o pequeñas pantallas, ofrecen su producto: un disco compacto que contiene 350 canciones en formato MP3 al insignificante precio de 10 pesos. Las melodías suenan a todo volumen, el ruido generado por el desorden que ya existe entre tanto ser humano apachurrado, es callado por el sonido emanado de los altavoces de las mochilas de los mercaderes, y aun así, ¿quién puede resistirse a tan bajo precio? El dinero para comprar aquel compacto es manoseado por decenas de manos para llegar al vendedor, que a su vez pasa el producto nuevamente por aquellas manos inquietas que lo único que desean es llegar a tiempo y sacudirse un poco el calor que ya no toleran pero que tienen que aguantar. Y los vendedores nómadas seguirán ahí, creo que por siempre.

Si hay suerte, decenas de personas bajarán en alguna estación clave: Balderas, Pino Suárez, Zócalo, Insurgentes, Hidalgo, Zapata, Allende, Bellas Artes, Chabacano o cualquier otra que tenga un transbordo a otra línea. Miradas complices para no dejar entrar a la demás gente que, igual de desesperada pretende entrar al vagón, se hacen presentes. Los gritos se oyen: ¡Ya no caben, ya no caben! y la muchedumbre que no ha entrado al vagón del metro hace oidos sordos. La costumbre de lidiar diariamente con esta rutina hace menospreciar a los que no necesitan un transporte tan concurrido como el metro. Los extraños son tratados con malas miradas, murmullos inquietantes, odios escondidos, malos humores, descontento, negación a convivir con esos seres extranjeros que no pertenecen al gusano de esta gran metrópoli. ¿Cómo son identificados? En el metro nadie conoce a nadie –con algunas excepciones, claro está— pero entre la multitud hay reglas no escritas que deben ser respetadas, o al menos, es lo que se espera. Un espacio que es ocupado por alguien que sólo pasa a divertirse o solamente quiere conocer cómo es vivir un día en el metro, enfurece a los cientos de pasajeros que, hartos de aglutinaciones diarias, no pretenden soportar a la gente que sólo va a conocer o a divertirse con la rutina diaria y necesaria de los otros.

¿Qué necesidad tienen de subirse a la gran limusina naranja? ¿qué los lleva a pensar que será divertido? ¿qué buscan? ¿qué encuentran? Las respuestas no llegarán nunca porque son miradas distintas y distantes las que ven a aquel transporte que atraviesa la ciudad. Y sin embargo, la multitud siempre estará a la defensiva de lo que le pertenece. Aunque en realidad, nada sea de ellos.

No hay comentarios: